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“Silenciar a los científicos: disidencia, censura y la Nueva Tecnocracia” por Mark Keenan vía Global Research

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“Silenciar a los científicos: disidencia, censura y la Nueva Tecnocracia” por Mark Keenan vía Global Research


Durante la mayor parte de la historia moderna, la ciencia ha significado libertad para cuestionar.


Hoy en día, esa libertad está desapareciendo. En universidades, revistas especializadas y plataformas digitales, los críticos sostienen que los científicos disidentes están siendo eliminados del discurso público.


Dos cuestiones han revelado esta transformación más claramente que ninguna otra: el cambio climático y la COVID-19.


En ambos casos, los complejos debates se redujeron a eslóganes: “la ciencia está establecida”, “confía en los expertos”, “sigue a la ciencia”. Pero, en realidad, "la ciencia” se convirtió en una marca propiedad de gobiernos, empresas y medios de comunicación cuyos intereses financieros y políticos dependen del consenso, no del descubrimiento. Lo que antes era un proceso de cuestionamiento ha sido sustituido por una cultura de obediencia. Y para aquellos que se niegan a conformarse, el castigo es rápido: censura, exilio profesional y vergüenza pública.


De la investigación a la ideología


La ciencia, en su mejor expresión, es autocorrectiva. Se nutre de los retos, la replicación y la revisión. Sin embargo, el establishment científico moderno, que depende en gran medida de la financiación estatal y corporativa, ahora considera el cuestionamiento como una subversión.


Cuando trabajaba en la burocracia climática —primero en el Departamento de Energía y Cambio Climático del Reino Unido y más tarde como experto técnico para el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente—, vi cómo se gestionaba discretamente la incertidumbre científica. El incentivo era siempre el mismo: simplificar el mensaje, exagerar la amenaza y suprimir las dudas.


La disidencia no sólo era inconveniente, sino también peligrosa. Las carreras profesionales dependían de mantener la ilusión de consenso. Así nació lo que yo denomino “ciencia por decreto”, donde la verdad no se descubre, sino que se declara.


El Credo Climático


En ningún ámbito es esto más evidente que en la ciencia climática. El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) se fundó para estudiar el impacto humano en las temperaturas mundiales, pero su utilidad política pronto eclipsó su misión científica.


A mediados de la década de 1990, las pruebas que no encajaban en la narrativa del carbono se minimizaron discretamente. Los firmantes de la Declaración de Inteligencia Climática (CLINTEL) han afirmado que no existe una emergencia climática provocada por el CO₂. Pero sus conclusiones rara vez salen a la luz.


Consideremos el caso del geofísico marino australiano Dr. Peter Ridd, que fue despedido de la Universidad James Cook tras cuestionar públicamente una investigación que informaba de graves daños relacionados con el clima en la Gran Barrera de Coral. Ridd sostuvo que fue castigado por su disidencia académica, mientras que la universidad argumentó que había infringido las normas de conducta en el lugar de trabajo. La disputa pasó por varios tribunales y finalmente se convirtió en un debate nacional sobre la libertad académica.


En Estados Unidos, la climatóloga Judith Curry, antigua directora de la Facultad de Ciencias de la Tierra y la Atmósfera de Georgia Tech, optó por la jubilación anticipada, alegando que el entorno académico se había vuelto hostil hacia los científicos que cuestionaban el consenso.


Y en 2014, el renombrado meteorólogo Lennart Bengtsson dimitió de la Global Warming Policy Foundation, un Think Tank de escepticismo climático, después de que sus colegas le advirtieran que su participación podría dañar su carrera. Bengtsson describió la reacción como”severa” y “al estilo McCarthy”. Cuando climatólogos disidentes como el Dr. Nils-Axel Mörner, que fue presidente del Comité sobre el Nivel del Mar del IPCC de la ONU, cuestionaron las proyecciones alarmistas, fueron difamados o ignorados. En el discurso actual, cuestionar la ortodoxia climática no es debatir, es cometer herejía. En el libro "Climate CO2 Hoax" examino las pruebas científicas que refutan las afirmaciones sobre el clima impulsadas por el CO₂ y la engañosa agenda política de la ONU promovida a través de los Objetivos de Desarrollo Sostenible.


El manual de la pandemia: controversia en torno a las pruebas PCR, el recuento de muertes y el aislamiento del virus.


Luego llegó 2020. La “crisis” del Covid-19 aceleró lo que la política climática ya había comenzado: la fusión de la ciencia y el poder estatal. Los gobiernos de todo el mundo adoptaron un control sin precedentes sobre la libertad de expresión, la medicina y la circulación, todo en nombre de la “salud pública”. Las grandes tecnológicas impusieron la nueva ortodoxia, censurando en tiempo real a los médicos y las investigaciones que disentían.


En mi libro "No Worries No Virus", publicado en 2023, examiné las lagunas y contradicciones de la narrativa oficial sobre la COVID-19 y analicé si algunos aspectos podrían haber sido planificados o estructurados de antemano para servir a intereses políticos y corporativos.


Las preocupaciones sobre la metodología de la PCR no se limitaron a las redes sociales. Algunas críticas revisadas por pares sobre las pruebas de PCR tuvieron dificultades para ganar visibilidad en las principales plataformas y, al menos en un caso, su publicación provocó una reevaluación formal de la metodología utilizada en un protocolo ampliamente adoptado. A finales de 2020, la revista Eurosurveillance anunció que estaba reevaluando un influyente artículo sobre la PCR de Corman y Drosten después de que varios científicos presentaran una crítica revisada por pares en la que se alegaban defectos metodológicos y una aprobación inusualmente rápida (Retraction Watch, 7 de diciembre de 2020).


Los críticos sostienen que miles de profesionales médicos fueron silenciados mediante el miedo y la intimidación. En Irlanda, por ejemplo, el Dr. Pat Morrissey fue despedido tras criticar públicamente las políticas del Gobierno contra la COVID-19. Condenó lo que denominó “burócratas megalómanos” y advirtió que “hay muy poco margen para la libertad de expresión, y quienes alzan la cabeza corren el riesgo de que se la corten”. El mensaje era inequívoco: sólo hay una ciencia, y es la ciencia del Estado.


Fui uno de los muchos investigadores que afirmaron que los registros de exportación muestran grandes cantidades de kits de prueba etiquetados para la COVID-19 cruzando las fronteras mucho antes de que se anunciara oficialmente la COVID-19 en 2019. Los registros comerciales parecían mostrar kits de prueba relacionados con la COVID-19 incluidos en las bases de datos antes de que se identificara oficialmente el virus. Los críticos argumentan que estas entradas fueron el resultado de actualizaciones retroactivas de los códigos de productos, pero el momento en que se produjeron sigue planteando dudas a los analistas sobre cuándo comenzó la planificación institucional.


Mi investigación también rastreó ejercicios de simulación de pandemias que se remontan a 1999 y el escenario Lockstep de 2010 de la Fundación Rockefeller, ambos promoviendo controles autoritarios bajo el pretexto de la salud pública. También hubo controversia en torno al recuento de muertes por COVID. Basándome en documentos oficiales y testimonios de expertos, examiné cómo los sistemas de notificación a menudo clasificaban las muertes como relacionadas con la COVID basándose únicamente en un resultado positivo en la prueba. Por ejemplo, un documento del Gobierno de Irlanda del Norte que descargué en agosto de 2020 afirmaba que se contabilizaban las muertes si el fallecido había dado positivo en los 28 días anteriores, “independientemente de si la COVID-19 era la causa de la muerte”.


Se confirmó un enfoque similar en la República de Irlanda. En una reunión celebrada en 2020 por el Comité Especial Covid-19 del Gobierno, el diputado Michael McNamara interrogó al Ejecutivo del Servicio de Salud, que reconoció que las muertes se registraban como muertes por Covid siempre que la prueba daba positivo, incluso en casos como ataques cardíacos o accidentes.


En Estados Unidos, la directora de Salud Pública de Illinois, la Dra. Ngozi Ezike, explicó que cualquier persona que falleciera con un resultado positivo en la prueba se contabilizaba como muerte por COVID, incluso si había una causa diferente evidente. Tal y como aclaró: “Técnicamente, aunque se haya fallecido por una causa alternativa clara, pero se tuviera COVID al mismo tiempo, se sigue contabilizando como muerte por COVID”. Un informe de los CDC de agosto de 2020 también mostró que la mayoría de las muertes por COVID registradas implicaban otras afecciones graves. Los críticos argumentan que esto demuestra que las muertes “con” COVID no siempre se podían distinguir de las muertes “por” COVID.


Además, mencionar los efectos secundarios de las vacunas podría dar lugar a prohibiciones, como descubrí yo mismo cuando me prohibieron el acceso a Twitter por publicar datos de dominio público relacionados con los efectos secundarios.


Más allá de los debates sobre el recuento, algunos científicos fueron más allá y cuestionaron los fundamentos mismos de la virología. Un grupo reducido pero influyente de científicos, entre los que se encuentran el Dr. Stefan Lanka, el Dr. Claus Köhnlein, el Dr. Thomas Cowan y la Dra. Sam Bailey, cuestionan la virología convencional. Afirman que no se ha demostrado científicamente la existencia de virus como el SARS-CoV-2 tal y como sostiene la virología convencional. Cuestionan si el SARS-CoV-2 ha sido aislado de forma concluyente según los estándares que ellos consideran necesarios, y sugieren que las pruebas actuales pueden capturar fragmentos de material genético humano en lugar de un virus completamente nuevo. Lanka sostiene que la virología moderna tomó un rumbo equivocado en la década de 1950 y argumenta que desde entonces se ha perpetuado con fines lucrativos. Examino su trabajo en detalle en el libro "No Worries No Virus". Su postura no es aceptada por los virólogos mainstream, que refutan estas afirmaciones.


En resumen, mi investigación sugiere que lo que el público percibió como una emergencia sanitaria funcionó, en realidad, como un sistema de control moldeado por intereses políticos, ciencia defectuosa e importantes incentivos económicos. Desde mi punto de vista, la verdadera historia de la COVID-19 tuvo menos que ver con la medicina y más con el poder. La censura institucional silenció las voces disidentes, incluida la mía, después de que me suspendieran de las redes sociales por compartir documentos de adquisición que parecían mostrar una planificación previa para la gestión de las lesiones causadas por las vacunas.


La crisis espiritual detrás de la ”Ciencia por decreto”


El problema más profundo no es sólo político, sino filosófico. La tecnocracia moderna ha sustituido la verdad por el materialismo y la creencia en el progreso por la creencia en el control. Mi investigación indica que diversas áreas de la “ciencia” del establishment —desde la ciencia climática hasta la política pandémica— se han doblegado para servir a los beneficios, las agendas corporativas y la ideología, excluyendo al mismo tiempo a Dios, a la consciencia y al significado.


Los críticos sostienen que, al separar la ciencia de cuestiones filosóficas o espirituales más amplias, las instituciones modernas hacen hincapié en los datos y pasan por alto cuestiones más profundas relacionadas con el significado y la verdad. Desde este punto de vista, ha surgido una especie de tecnocracia en la que las instituciones científicas parecen menos exploradoras de la realidad y más guardianas que defienden la doctrina establecida. La ciencia real busca la comprensión; la ciencia falsa busca la obediencia.


Si queremos recuperar la auténtica investigación, debemos recuperar no sólo la libertad intelectual, sino también la humildad moral y espiritual, es decir, el reconocimiento de que la verdad no puede ser propiedad del Estado, del mercado ni de los algoritmos.


La maquinaria de la censura


Esta transformación no se produjo por casualidad. En 2023, unos informes de investigación revelaron la existencia de lo que los investigadores denominan ahora el «complejo industrial de la censura», una amplia alianza entre organismos gubernamentales, think tanks, universidades y empresas tecnológicas.


Las revelaciones de los “Archivos de Twitter” indicaron que agencias como el Departamento de Seguridad Nacional y los CDC colaboraron con empresas de redes sociales para señalar, restar importancia o eliminar la “desinformación”. Los ataques iban dirigidos, en general, a expertos acreditados, periodistas y ciudadanos comunes cuyas opiniones se desviaban de la política oficial.


Este sistema opera ahora a nivel mundial, con nuevos nombres y nueva financiación, a menudo justificada por la necesidad de combatir la "desinformación climática" o la "desinformación médica”. No se trata de censura en el sentido tradicional de prohibir o quemar libros, sino que la represión actual suele adoptar la forma de una visibilidad reducida: algoritmos que suprimen o entierran las opiniones disidentes hasta que resultan difíciles de encontrar. Se trata de una forma de borrado digital en la que la disidencia simplemente deja de existir.


La economía de la obediencia


La empresa científica actual se describe a menudo como un sistema multimillonario en el que las carreras profesionales, la financiación y las publicaciones dependen con frecuencia de mantenerse dentro de las narrativas aprobadas — la financiación y la promoción suelen recompensar el cumplimiento en lugar del debate abierto. Los investigadores que cuestionan el dogma del clima o la pandemia ponen en riesgo sus carreras, su financiación y su sustento. Los gobiernos ahora financian estudios que confirman las políticas en lugar de cuestionarlas, — produciendo pruebas basadas en políticas en lugar de políticas basadas en pruebas. Las empresas también han convertido la "ciencia" en un arma para obtener beneficios: las farmacéuticas la utilizan para silenciar el escrutinio, mientras que los gigantes energéticos la utilizan para justificar los mercados de carbono que enriquecen a las élites y perjudican a las naciones más pobres.


La retórica de “salvar el mundo” o “proteger vidas” puede camuflar lo que, argumentan los críticos, es en última instancia una transferencia de poder del público a una clase tecnocrática. Esta dinámica se desarrolla a medida que los gobiernos asignan grandes sumas de dinero público a respuestas climáticas y pandémicas. Las empresas de energía renovable han recibido importantes subvenciones, y los fabricantes farmacéuticos como Pfizer y Moderna han registrado ingresos récord durante la pandemia (*plandemia del falso virus).


Cuando la verdad se convierte en traición


La moralización de la ciencia ha convertido la disidencia en pecado. Un escéptico del clima no está "equivocado", es un "negacionista". Un médico que cuestiona las imposiciones no está "debatiendo", sino "difundiendo información errónea". Este es el lenguaje de la religión, no de la razón. La ciencia sin disidencia no es ciencia en absoluto, es propaganda. Pero el precio del silencio en el presente es inmenso: a toda una generación se le está enseñando que la conformidad es sinónimo de integridad.


Restablecimiento de la libertad científica


La respuesta no es rechazar la ciencia, sino despolitizarla. Eso comienza con la transparencia: datos abiertos, debate abierto y financiación abierta. La investigación no debe filtrarse a través de agendas burocráticas o intereses corporativos. Las revistas independientes, las plataformas descentralizadas y las investigaciones dirigidas por los ciudadanos ofrecen un camino a seguir, si el público lo exige. La ciencia pertenece a todos, no a los tecnócratas que gestionan su narrativa. El verdadero progreso medioambiental y médico nunca vendrá de la censura, sino de la curiosidad, la misma característica que construyó la civilización.


Una nueva era de fe tecnocrática


Estamos entrando en una era en la que la "fe en la ciencia" ha sustituido a la fe en Dios, pero sin humildad ni gracia. A muchos les preocupa que un pequeño número de plataformas tecnológicas tengan ahora un poder extraordinario para determinar qué información es visible, influyendo de manera efectiva a través de algoritmos que elevan o ignoran determinados puntos de vista.


A menos que recuperemos la libertad de cuestionar —ya sea sobre el carbono, la COVID o cualquier crisis futura—, nos encontraremos viviendo NO en una economía del conocimiento, sino en una prisión de información. Para los críticos, algunas partes de la ciencia institucional funcionan ahora casi como una nueva autoridad secular, que hace hincapié en el cumplimiento y el control. Y sus herejes son, una vez más, los últimos defensores de la razón. https://www.globalresearch.ca/dissent-censorship-new-technocracy/5905618


 
 
 

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